La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos no podría haber llegado en mejor momento para el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. Más de 13 meses después del ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023, Israel se encuentra en racha. Desde principios de año, Israel ha asesinado a gran parte de los líderes de Hamás y Hezbolá, ha diezmado sus filas y ha llevado a cabo ataques de precisión en Irán. En su país, después de ver cómo su índice de aprobación tocaba fondo tras el 7 de octubre, Netanyahu ha visto cómo su popularidad empezaba a recuperarse.
Ahora Netanyahu y su gobierno ven una oportunidad única para un realineamiento integral de Oriente Medio. Netanyahu, que resiste los llamados a una tregua, con un poderoso estímulo de su flanco de extrema derecha, promete redoblar sus esfuerzos en pos de una “victoria total”, por mucho tiempo que eso lleve. Además de continuar la guerra en Gaza y sentar las bases para una prolongada presencia de seguridad israelí en la parte norte de la Franja de Gaza, esta narrativa implica imponer un nuevo orden en el Líbano; neutralizar a los representantes de Irán en Irak, Siria y Yemen; y, en última instancia, eliminar la amenaza nuclear de la República Islámica. Algunos miembros de la coalición gobernante de Netanyahu también aspiran a enterrar para siempre las perspectivas de una solución de dos Estados. Al mismo tiempo, Netanyahu cree que Arabia Saudita y otros países del Golfo finalmente aceptarán la normalización con Israel. Y con el regreso de Trump a la Casa Blanca, el primer ministro confía en que Estados Unidos lo apoyará.
Este plan es seductor e incluso tiene cierta lógica: después de todo, en Jerusalén se considera a Trump un fiel defensor de Israel, mucho menos preocupado por las normas e instituciones internacionales (y la necesidad de moderación) que su predecesor demócrata. Es más, el presidente electo ya ha anunciado planes para reanudar su campaña de “máxima presión” sobre Irán y priorizar la expansión de los Acuerdos de Abraham.
Pero estas suposiciones –tanto sobre lo que es posible hacer con la fuerza de las armas como sobre el grado en que la Casa Blanca de Trump lo respaldará– son peligrosamente exageradas. Los éxitos tácticos en el campo de batalla, en ausencia de acuerdos políticos o diplomáticos, no pueden traer una seguridad duradera. Israel podría verse atrapado en múltiples guerras calientes y ser responsable del bienestar de una enorme población de no combatientes tanto en Gaza como en el Líbano. Ganarse el apoyo del mundo árabe requerirá algo más que la derrota de Hamás y Hezbolá y será improbable mientras el actual gobierno de derecha de Israel esté en el poder. Mientras tanto, Trump es altamente impredecible e Israel, que ha apostado por su apoyo, podría encontrarse aislado en el escenario mundial. En su búsqueda de una victoria permanente, el primer ministro puede descubrir que ha hecho más precaria la situación de Israel.
El regreso de Trump al poder llega en un momento en que la dinámica regional parece finalmente ir en la dirección correcta para Israel. Tras el atroz ataque de Hamás, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) han devastado su estructura de mando y han degradado casi por completo sus capacidades durante más de un año de intensas operaciones en Gaza. Los 24 batallones de los que Hamás se jactaba antes de que comenzara la guerra han quedado fuera de servicio, al igual que importantes secciones de la red de túneles del grupo. Tras la muerte de Yahya Sinwar en octubre, la probabilidad de que Hamás pueda llevar a cabo otra masacre de ese tipo es prácticamente nula.
Israel ha causado daños similares a Hezbolá, otrora temido como el brazo central y más poderoso del “eje de resistencia” de Irán. Además de asesinar a Hassan Nasrallah, secretario general de Hezbolá, junto con gran parte de la cúpula del grupo, la incursión terrestre de Israel en el Líbano ha mermado enormemente el enorme arsenal de misiles y cohetes de Hezbolá. Mientras tanto, los aviones israelíes han realizado frecuentes incursiones sobre Siria e incluso han bombardeado la infraestructura hutí en Yemen, a más de 1.600 kilómetros de distancia. Las unidades de comando israelíes han capturado activos de alto valor en el Líbano y Siria. Por último, está el propio Irán, cuyos complejos militares se vieron significativamente dañados por los ataques de precisión de Israel en octubre: en una operación que incluyó tres oleadas de aeronaves, Israel inutilizó un laboratorio de investigación de armas nucleares, instalaciones de producción de misiles balísticos, sistemas de defensa aérea y lanzadores tierra-tierra en varias regiones de Irán.
Antes de las elecciones estadounidenses de noviembre, estos avances militares se produjeron a costa de una creciente fricción con Estados Unidos. Aunque el gobierno de Biden apoyó a Israel militar, económica y diplomáticamente (incluida la primera visita de un presidente estadounidense a Israel en tiempos de guerra), mostró una desaprobación frecuente de la forma en que Israel estaba conduciendo la guerra, y el presidente estadounidense Joe Biden a menudo estaba en desacuerdo directo con Netanyahu. Hubo continuos enfrentamientos por la falta de entusiasmo del gobierno de Netanyahu por las negociaciones de alto el fuego y su renuencia a ampliar la distribución de ayuda humanitaria en Gaza. Para el primer ministro, una victoria electoral de la vicepresidenta Kamala Harris presagiaba aún más tensión con Washington, tal vez incluso límites crecientes al respaldo estadounidense a Israel.
En cambio, Netanyahu y sus aliados prevén que la administración entrante de Trump brindará un apoyo incondicional de Estados Unidos a Israel. Esa suposición ha dado nuevo impulso a las aspiraciones más expansionistas (o incluso mesiánicas) de la ascendente derecha israelí, que espera que, una vez que las Fuerzas de Defensa de Israel aniquilen a sus adversarios, todos los detractores reconozcan la inutilidad de tratar de derrotar a Israel y, en cambio, busquen la paz con él. Israel fortalecerá su control sobre Cisjordania y, según algunos de los socios de coalición de Netanyahu, sobre Gaza. Todos (o al menos todos los actores regionales importantes) vivirán felices para siempre.
En cuanto a la mecánica, la camarilla de Netanyahu tiene la intención de seguir haciendo papilla a Hamás, por mucha destrucción que eso implique para Gaza. Ahora, los líderes de Israel también cuentan con el apoyo de Trump, quien en octubre aconsejó a Netanyahu que “hiciera lo que tuviera que hacer” para terminar el trabajo. Al mismo tiempo, el gobierno israelí no ha hecho casi ningún esfuerzo serio para planificar la gobernanza de posguerra en Gaza –donde ha obstaculizado los esfuerzos para reintroducir la Autoridad Palestina–, insinuando que las Fuerzas de Defensa de Israel permanecerán en el poder indefinidamente. Los miembros del gabinete de Netanyahu están presionando enérgicamente para obstaculizar la reconstrucción de Gaza y reconstruir los asentamientos judíos en la Franja, al tiempo que piden la anexión de Cisjordania.
Israel ya está tratando de aprovechar la decapitación de Hezbolá para una reestructuración más amplia del Líbano. Las inquietudes sobre cómo un volátil Trump podría abordar el tema (que aparentemente percibe como una molestia) son un impulso para llevar el proceso a la meta antes de que asuma el cargo. Israel está consintiendo una resolución trucada del Consejo de Seguridad de la ONU 1701 (la resolución de 2006 que supuestamente pondría fin a las hostilidades entre Hezbolá e Israel, en parte obligando a Hezbolá a situarse al norte del río Litani) que consagraría la libertad de las FDI para operar en el Líbano si se viola el acuerdo. Israel también espera que un ejército libanés fortalecido pueda finalmente afirmar su autoridad plena sobre el sur del Líbano.
Netanyahu y su gobierno ven una oportunidad única para realinear el Medio Oriente.
El eje de este audaz proyecto será reclutar a más miembros del equipo para que se sumen al escuadrón de Israel. La piratería hutí en el Mar Rojo ha obligado a Estados Unidos a unirse al Reino Unido para lanzar ataques con misiles contra los bastiones hutíes en Yemen. El gobierno israelí es consciente del amplio apoyo internacional que lo ayudó de manera crucial durante el masivo ataque directo con misiles de Irán en abril, cuando el paraguas protector de Israel estaba formado no sólo por Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos, sino también, lo que es más notable, por Jordania, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos.
Israel espera aprovechar esos precedentes y ampliar esa cooperación. En ese sentido, Estados Unidos y los Emiratos Árabes Unidos han figurado de manera destacada en el pensamiento israelí sobre una posible misión internacional a Gaza (aunque los emiratíes han dicho que no participarán a menos que los palestinos los inviten formalmente). Irán es otro escenario en el que Israel preferiría no actuar solo. Aunque el escenario de una confrontación militar frontal liderada por Estados Unidos con Irán -que culminaría en la ruina del programa nuclear de Teherán y el derrocamiento del régimen islámico- no ha sido aceptado por los principales responsables de las decisiones israelíes, no obstante anima el debate entre la extrema derecha.
En el acto final, el gobierno de Netanyahu espera que estas convulsiones hagan que otras potencias regionales lleguen a un acuerdo permanente con Israel. Imaginan que el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman, encabezará la ofensiva de los gobernantes árabes e islámicos que se alinean para normalizar las relaciones. Según este cálculo, Trump, que cultivó vínculos productivos con los saudíes y sus vecinos del Golfo durante su primer gobierno, será el as bajo la manga de Israel. Los miembros de la línea dura de la coalición, como el ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, y el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, apuestan a que, si Washington deja que el gobierno israelí se salga con la suya, los palestinos, privados de sus patrocinadores tradicionales y con pocas opciones restantes, se verán obligados a acceder a sus términos, lo que probablemente significaría derechos civiles sin derechos políticos y dejaría intactos los asentamientos israelíes.
Para entender por qué las ambiciones de la coalición de derecha de Netanyahu tienen tanta fuerza en este momento, es necesario entender cómo se percibe a Trump en Israel. Muchos israelíes esperan que la nueva administración estadounidense –dirigida por un hombre a quien Netanyahu alguna vez coronó como “el mejor amigo que Israel haya tenido jamás en la Casa Blanca”– apoye a su país incondicionalmente. La nominación de Trump para su equipo de política exterior de incondicionales defensores de Israel, como el senador Marco Rubio para secretario de Estado, el ex gobernador Mike Huckabee como embajador en Israel y la representante Elise Stefanik como embajadora ante las Naciones Unidas, añade peso a esa noción.
Fuera de Estados Unidos, los funcionarios israelíes tienen la esperanza de que, más allá de la luz verde de Trump, sus planes de aumentar la presión sobre Irán solo encuentren una resistencia mínima de otras capitales. En agosto, Francia, Alemania y el Reino Unido advirtieron a Teherán y sus aliados que los responsabilizarían si Irán optaba por seguir intensificando la situación. Otras señales tranquilizadoras han llegado de los socios regionales de Israel, que también se ven amenazados por la agresión patrocinada por Irán. Los funcionarios israelíes han tomado nota del hecho de que los Acuerdos de Abraham han resistido el último año de guerra, y han seguido las persistentes conversaciones entre los principales dirigentes estadounidenses y saudíes que sugieren que, en algún momento, se podría persuadir a Riad para que firme un acuerdo.
Además de estas consideraciones externas, Netanyahu también se ve presionado a atender los deseos de su coalición, sin cuyo respaldo perdería el cargo. Entre ellos destacan Smotrich y Ben-Gvir, ideólogos de derecha que en su día se creyó que eran demasiado radicales para la política convencional y que exigen que Israel siga adelante hasta aniquilar a todos sus némesis. Una semana después de las elecciones estadounidenses, Smotrich proclamó que el regreso de Trump significa que “2025 será, con la ayuda de Dios, el año de la soberanía [israelí] en Judea y Samaria”, una denominación para Cisjordania. Su insistencia implacable, que vive en simbiosis con los instintos de supervivencia política de Netanyahu, se ha convertido en un obstáculo constante para los miembros del establishment de seguridad que preferirían que las FDI concluyeran su ofensiva.
Hasta cierto punto, estos argumentos han ganado fuerza en Israel. Un creciente consenso ha adoptado la opinión de que las estrategias de seguridad israelíes anteriores al 7 de octubre, como la de “cortar el césped” (la idea de que los grupos extremistas podrían ser contenidos mediante maniobras periódicas de las Fuerzas de Defensa de Israel) son inadecuadas. Muchos israelíes concluyen ahora que, con la sociedad ya plenamente movilizada, la guerra implacable puede ser la mejor vía para establecer y mantener la seguridad. En los últimos meses, los éxitos tácticos de las Fuerzas de Defensa de Israel han cobrado un impulso adicional, que han despertado el apetito del público por más. Los espectaculares avances contra Hamás y Hezbolá en los últimos meses (contradiciendo a los funcionarios de la administración Biden, que sostenían que las invasiones terrestres en Gaza y Líbano estaban condenadas al fracaso) han dado apoyo a quienes quieren destruir hasta el último rastro de esas organizaciones, sin importar el costo en vidas civiles y el aplazamiento de la paz.
Ante la desdicha de la oposición en la Knesset, Netanyahu ha podido continuar la guerra sin demasiados obstáculos. Muchos de los guardianes habituales del país, incluido el fiscal general y el director de la agencia de seguridad israelí Shin Bet, se han puesto a la defensiva. Para el primer ministro, las prolongadas operaciones de combate tienen el doble objetivo de reparar la disuasión israelí rota y desviar la atención de su pésima actuación el 7 de octubre y después. Incluso las protestas de las familias de los cautivos israelíes en Gaza han supuesto pocos obstáculos. Durante meses, estas familias han estado pidiendo un acuerdo sobre los rehenes, con el fuerte apoyo personal de Biden, y también gozan de un apoyo popular apreciable. Pero Netanyahu ha podido contar con su flanco derecho, junto con la resistencia de quienes se oponen a las condiciones de Hamás para la liberación de los rehenes, para superar estos focos de resistencia. Y con la llegada de Trump, se supone, Estados Unidos ejercerá menos, en lugar de más, presión sobre Israel para que ponga fin a sus campañas militares.
Pero Netanyahu y sus aliados están subestimando los innumerables problemas que socavan estas grandes ambiciones. Por un lado, Irán y sus cómplices no desaparecerán. Hamás, Hezbolá y los hutíes ya están demostrando resiliencia y empezando a reagruparse. Tienen un poder de fuego sustancial y siguen siendo capaces de bombardear Israel diariamente con cientos de cohetes, misiles balísticos y aviones no tripulados que matan israelíes y destruyen sus propiedades. Si bien estos grupos no logran superar las defensas aéreas de Israel, han logrado causar estragos generales, obligando constantemente a los israelíes a refugiarse en refugios antiaéreos y perturbando el flujo de sus vidas. Los sueños de que estas facciones puedan capitular de manera inminente son fantásticos. Y la expectativa de que los iraníes, libaneses, palestinos y yemeníes se rebelarán de inmediato y se sacudirán el yugo de sus brutales opresores parece más una ilusión que un análisis informado.
Igualmente importante es el hecho de que los grandiosos planes israelíes para la región no se materializarán sin una ayuda significativa de Washington. Y en un momento en que la dependencia de Israel de Estados Unidos nunca ha sido más evidente, las suposiciones israelíes sobre el inquebrantable apoyo de Trump parecen ingenuas. En particular, el reconocimiento del presidente electo a los votantes “árabes estadounidenses” y “musulmanes estadounidenses” por facilitar su victoria podría augurar una recalibración que –junto con la aversión general de Trump a las guerras y los compromisos militares estadounidenses en el exterior– haga que la administración entrante se muestre más escéptica respecto de las prerrogativas israelíes.
Después de todo, Trump terminó su primer mandato lanzando epítetos a Netanyahu, y ha dejado muy en claro que no desea que Israel prolongue las hostilidades. Cuando los dos líderes se reunieron en Florida en julio, Trump le dijo a Netanyahu que completara la guerra antes de que Biden deje el cargo. Los partidarios de la construcción de asentamientos israelíes en Cisjordania se encuentran entre los mayores partidarios de Trump, pero pronto podrían recordarles que él se siente poco obligado con su agenda. Vale la pena recordar que “Paz para la Prosperidad” (el efímero plan de paz israelí-palestino de Trump para 2020) contemplaba la creación final de un estado palestino y fue atacado por los líderes de los colonos por “poner en peligro la existencia del Estado de Israel”.
Las posiciones generales de Trump en materia de política exterior podrían ser igualmente problemáticas para Israel. Tras decir a los periodistas en septiembre que “tenemos que llegar a un acuerdo” con Teherán, un mes después comentó que “detendría el sufrimiento y la destrucción en el Líbano”. Su declarada renuencia a contribuir con fuerzas y fondos estadounidenses en el exterior presagia un gran cambio radical para Israel, donde el Pentágono acaba de desplegar una sofisticada batería de misiles antibalísticos THAAD junto con 100 tropas estadounidenses para operarla. Incluso si Trump no retira los recursos que Biden ha consignado a Israel, sus tendencias aislacionistas pueden presagiar un menor apoyo en el futuro, lo que limitaría la libertad de maniobra de las Fuerzas de Defensa de Israel.
Otras potencias internacionales están mostrando aún menos paciencia con la truculencia israelí. Francia, Alemania y el Reino Unido —que no se unieron al paraguas de defensa de Israel ante el segundo ataque con misiles de Irán en octubre— han restringido las exportaciones de armas a Israel, alegando preocupaciones sobre el cumplimiento del derecho internacional. (En octubre, el gobierno de Biden también amenazó con limitar las transferencias de armas si no mejoraban las entregas de ayuda humanitaria a Gaza, aunque todavía no ha tomado tal medida). Foros históricamente hostiles para Israel, como las Naciones Unidas, la Corte Internacional de Justicia y la Corte Penal Internacional, también han opinado sobre el tema de su conducta actual, incluida la aprobación, el 21 de noviembre, por parte de la CPI de órdenes de arresto contra Netanyahu y el ex ministro de Defensa Yoav Gallant por presuntos crímenes de guerra en Gaza. Esta creciente presión internacional podría tener consecuencias negativas para la autonomía operativa de las Fuerzas de Defensa de Israel, así como para la capacidad de los israelíes para participar en el comercio y viajar al extranjero.
Junto a estas consideraciones está la propia situación interna de Israel, que Netanyahu puede pensar que le es más favorable de lo que es en realidad. Después de más de un año de guerra incesante, un público israelí cansado sabe que más de 100 rehenes siguen presos en Gaza y decenas de miles más siguen desplazados de sus hogares. Los reservistas de las Fuerzas de Defensa de Israel han pasado cientos de días en uniforme, lejos de sus familias y sus medios de vida. La rabia que sienten hacia quienes eluden esa responsabilidad -predominantemente, los ultraortodoxos (los haredim ), cuyos representantes en la Knesset son miembros clave de la coalición de Netanyahu- es palpable. Para muchos de los que están en servicio activo, el entusiasmo por llevar a cabo la directiva del gobierno está decayendo.
Mientras tanto, el personal superior de Netanyahu ha sido implicado en la extorsión de oficiales de las Fuerzas de Defensa de Israel y en la aparente falsificación de protocolos oficiales para encubrir delitos menores del gobierno. Uno de sus portavoces ha sido acusado de poner en peligro la seguridad nacional bajo sospecha de falsificar y filtrar información clasificada para validar la intransigencia del gabinete en un acuerdo sobre rehenes. Y el propio primer ministro, tras haber agotado todas las apelaciones, debe finalmente enfrentarse a la corte en su propio juicio por corrupción. Está previsto que testifique antes de fin de año.
El 5 de noviembre, Netanyahu despidió a Gallant —exgeneral y el interlocutor israelí de mayor confianza del gobierno de Biden— y lo reemplazó por un político que carece de credenciales militares. Se trató de una medida puramente política, que evidentemente tenía la intención de aplacar a los socios de coalición haredíes de Netanyahu , que han amenazado con abandonar el gobierno a menos que se apruebe rápidamente una legislación que exima a su población del servicio militar en las Fuerzas de Defensa de Israel, una ley que Gallant (junto con gran parte del público israelí) desprecia. La primacía que Netanyahu concede a la autopreservación sobre la seguridad nacional e incluso la cohesión social está desmoralizando cada vez más a la amplia franja de la población que constituye la columna vertebral del ejército ciudadano de Israel y la economía moderna.
A pesar de sus triunfos en el campo de batalla, Israel enfrenta un verdadero peligro. Su capacidad para poner fin con éxito a los conflictos actuales dependerá en gran medida de cómo Netanyahu maneje las relaciones con el próximo presidente de Estados Unidos. Sin ataduras a ninguna consideración de reelección, Trump puede estar aún más dispuesto a seguir sus instintos más transaccionales. Netanyahu tendrá que caminar sobre la cuerda floja, sorteando cualquier rencor que Trump aún pueda albergar y actuando con destreza para alinear sus objetivos. Irónicamente, el obstáculo más formidable para Netanyahu podrían resultar ser los mismos partidos de derecha que lo mantienen en el poder.
En la actualidad, las fuerzas israelíes corren el riesgo de hundirse más en Gaza y Líbano, dos lugares que, a pesar del dominio militar de Israel, dan señales de convertirse en atolladeros al estilo de Vietnam. Hezbolá ha dicho que atacaría Tel Aviv nuevamente si Israel continúa atacando Beirut. Irán ha prometido una feroz venganza por la represalia de Israel. Mientras tanto, las FDI carecen de soldados nuevos y no pueden, al menos por ahora, superar la escasez de munición ofensiva y defensiva sin más ayuda. Por ahora, los rehenes (nadie sabe con certeza cuántos de ellos siguen vivos) permanecen en Gaza, y los desplazados no pueden regresar a sus aldeas en el norte, a pesar de la continua incursión de Israel en Líbano.
Los jefes de defensa de Israel han informado a Netanyahu de que han logrado todos sus objetivos en Gaza y el Líbano. Están a favor de hacer concesiones para repatriar a los cautivos de Gaza y poner fin al conflicto en el Líbano. Las Fuerzas de Defensa de Israel y el Shin Bet confían en que pueden aislar a Israel de futuros actos de agresión de Hamás y Hezbolá. Esa evaluación se ajusta cómodamente al pensamiento tanto de Trump, que quiere tranquilidad, rápidamente, como de Biden, que quisiera ver un alto el fuego en Gaza y un acuerdo en el Líbano antes del final de su presidencia.
En cierto sentido, parece que Netanyahu también quiere avanzar en esa dirección. Según informes, tras las elecciones estadounidenses, él también está trabajando para lograr un alto el fuego con Hezbolá, como un “regalo” a Trump: hacerlo ahora, según el razonamiento, permitiría a Israel concentrar sus esfuerzos en la amenaza más grave de Irán y alistar a Trump –quien se retiró del acuerdo nuclear con Irán en 2018– para poner a Teherán bajo fuego. Pero cualquier movimiento de ese tipo por parte de Netanyahu se enfrentará a la oposición de Smotrich y Ben-Gvir, que interfieren incesantemente en las negociaciones de rehenes y han dicho que derrocarán al primer ministro si consiente cualquier tregua. Sus maniobras para imponer el control israelí a largo plazo sobre Gaza y Cisjordania van en contra de cualquier esfuerzo por reducir la presencia de las Fuerzas de Defensa de Israel en esas áreas y podrían situar al Israel de Netanyahu en una trayectoria de colisión con Trump.
El presidente electo se sentirá igualmente frustrado al descubrir que no podrá avanzar con Arabia Saudita, probablemente mientras dure el actual gobierno israelí. Smotrich y Ben-Gvir nunca se comprometerán a pagar el precio mínimo que exige Riad: algún tipo de vía hacia la creación de un Estado palestino. Desde su perspectiva, aunque los Acuerdos de Abraham son agradables, nada puede compararse con consolidar el control israelí sobre toda la “tierra de los Patriarcas”. Además, Arabia Saudita puede tener muy poca inclinación a antagonizar con Irán, como lo demuestra la cordial recepción brindada al ministro de Asuntos Exteriores iraní, Abbas Araghchi, por los estados árabes, incluidos Jordania, Egipto, Qatar y Omán, además de Arabia Saudita.
Netanyahu tendrá que saber interpretar las señales de alerta. Tiene que aprovechar el momento y poner fin a las guerras de Israel antes de que empiecen a causar más daño que bien y –no menos fatídicamente– creen una grieta con Trump. Si Netanyahu puede enfrentarse a sus socios de coalición, todavía podría poner fin a los conflictos y dejarle a Trump el escritorio limpio que pidió. Pero el tiempo apremia. Y si el primer ministro decide, en cambio, dejar pasar el tiempo, se enfrentará a la tarea imposible de tratar de satisfacer a Trump y, al mismo tiempo, apaciguar a Smotrich y Ben-Gvir. Israel debería prepararse para más turbulencias en el futuro.
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